“Cuántas lágrimas derramó esa santa mujer por la conversión del
hijo! ¡Y cuántas mamás también hoy derraman lágrimas para que los propios hijos
regresen a Cristo! ¡No perdáis la esperanza en la gracia de Dios!”, dijo el
Papa Francisco durante la homilía de la misa de apertura del capítulo general
de la Orden de San Agustín (28 de agosto de 2013). El Santo Padre aludía así a
Santa Mónica (331-387) y la manera particular como se ganó el Cielo.
Mónica nació en Tagaste, norte
de África (actual Túnez), el año 331. Siendo joven, por un arreglo de sus
padres, se casó con Patricio, un hombre violento y mujeriego. Alguna vez le
preguntaron por qué su marido nunca la golpeaba teniendo tan mal genio. Entonces
ella respondió: "Es que, cuando mi esposo está de mal genio, yo me
esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo. Y como para
pelear se necesitan dos y yo no acepto la pelea, pues.... no peleamos".
Quizás, tal actitud podría pasar por simple sumisión o pasividad, pero, por el
contrario, en ella denotaba humildad y prudencia. Mónica sabía muy bien que la
violencia no conduce sino a más violencia. Por eso, es más lógico pensar que
ella escogió el mejor camino: el de la perseverancia, la caridad comprometida,
la paciencia y la inteligencia.
Mónica sin lugar a dudas jugó
un rol muy activo dentro de su familia. Nunca dejó de rezar y ofrecer
sacrificios por la conversión de su esposo, cosa que finalmente logró. El padre
de Agustín se bautizó poco antes de morir y dejó este mundo como cristiano.
Lamentablemente, su dolor no terminaría ahí. Agustín, su hijo mayor, era un
joven de actitudes egoístas e impetuosas, que llevaba una vida disoluta y no
tenía ningún interés en la fe. Mónica sufría al ver a su hijo alejado de Dios
aunque guardaba la esperanza en que se convirtiera como lo hizo su esposo. Ella
siguió rezando y ofreciendo sacrificios espirituales por su hijo.
Ciertamente, la relación con
Agustín pasó por periodos difíciles en los que hubo tensiones e incomprensiones
que pusieron a prueba su paciencia y su fe. Más de una vez pensó que todo
esfuerzo era inútil, especialmente cuando veía a su hijo comportarse de manera
inmoral. Se dice que Mónica se apartó de él en varias oportunidades, incluso
negándole que permaneciera en su casa. Desesperada llegó a pedirle al obispo de
la ciudad que hable con Agustín y lo convenza. Fue entonces que recibió aquella
célebre respuesta: “esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de
tantas lágrimas”. Dios le dió, de esa manera, consuelo, la fuerza que le
faltaba y la sabiduría para entender mejor que “nuestros tiempos” no son
siempre los tiempos de Dios.
Después de muchos años de
incertidumbre sobre la salvación de su hijo, finalmente sus oraciones dieron el
fruto esperado. Agustín, quien había realizado un largo itinerario espiritual e
intelectual que lo dejó sumido en el vacío, se bautizó en la Pascua del año
387. Mónica logró estar durante ese tiempo a su lado pues lo había seguido
hasta Milán, ciudad en la que Agustín abrazó el cristianismo.
No mucho tiempo después, cuando
ambos se encontraban de camino de regreso a Tagaste, Mónica cae enferma y muere
en el puerto de Ostia (África). Tenía 55 años.
En el Ángelus del 27 de agosto del 2006, el Papa Benedicto XVI dijo: “Santa
Mónica y San Agustín nos invitan a dirigirnos con confianza a María, trono de
la Sabiduría. A ella encomendamos a los padres cristianos, para que, como
Mónica, acompañen con el ejemplo y la oración el camino de sus hijos”.